Escribir, esa bendita manía de intentar plasmar aquello que nuestro pensamiento urde de forma inteligible para nuestros semejantes, es, a menudo, arduo. Escribir, aunque estemos fabulando, supone, o mejor dicho, debería suponer, enfrentarse íntimamente ante nosotros mismos, esparcir sobre la mesa de la conciencia nuestras creencias, nuestros sentimientos, nuestras intenciones y dejar que la malla de la coherencia, de la imaginación, de los sueños, ordenen aquello que creemos ser junto a lo que deseamos, lo que detestamos y abjuramos al lado de las mas tiernas intenciones. Escribir, al fin y al cabo, es plantarse ante el espejo de la propia vida y mirarla de frente. Es difícil imaginar otro método tan certero para el conocimiento propio y de lo que nos rodea al margen de la escritura. Cuando la doliente virginidad del papel intacto nos interroga, solo cabe una salida: Concretar, nombrar, exponer. Sentimientos, ideas, intenciones. Pensamientos, creencias, anhelos. Dudas, sueños, miedos. Aquello que somos capaces de nombrar deja de crecer en la sombra y pasa al plano de lo cognoscible. Los miedos se manifiestan menos inabordables, escritos en un papel. Los sueños, más asequibles. Los sentimientos, en su exacta y reveladora extensión. Escribir, bucear en el torbellino que nos sacude, nos acerca a nosotros mismos y, claro está, a los demás.
Pero a veces, escribir, cuando se pretende cruzar la frontera del hecho en sí mismo camino del acto literario, cuando nos asomamos a ese duro desierto llamado a ser transitado sólo por unos pocos, resulta doloroso. Y sacrificado. Ya no basta con interrogarnos a nosotros mismos y plasmarlo en un papel. Nos debemos a un ritmo, a una cadencia. Ya no basta con que el escrito refleje o nos revele rincones nuevos de nuestra alma, sino que lo ha de hacer también con quién, ajeno a nuestras cuitas, lo lea. Cuando intentamos, decía, transitar ese seco, áspero, duro desierto de la creación literaria, solo podemos pretender el oasis del resultado deseado, ignorantes de si habrá de llegar. La vida pasa a un segundo plano, embarcados en ese viaje. Los amigos, los días de sol o de lluvia, los ojos del ser que queremos, la familia, quedan tamizados por la cuadrícula del papel en el que nos empeñamos. La vida en sí se convierte en campo de recolección. Una conversación interesante es entonces ejemplo de lo que habremos de lograr plasmar negro contra blanco. Una puesta de sol ya no es un momento único e irrepetible, sino una sucesión de rojo fuego cayendo cada vez más anaranjado al abismo del océano escarlata que riela el reflejo de un cielo incandescente hacia nosotros. Pretender el hecho literario es convertirse de algún modo en el fotógrafo de la familia, ese tío o primo o cuñado absolutamente obsesionado en fotografiar cada momento trascendente de la vida familiar (bodas, bautizos, comuniones, cumpleaños) y que deja de vivirlos por capturarlos en formato 10 x 15. Cuando un buen día, en medio de una comida, alguien recuerda la anécdota del pastel a punto a caer que se salvó en última instancia gracias al bastón de la abuela que quedó todo pringado de nata y que terminó limpiando el perro con sus lametones, ese familiar, ese tío o primo o cuñado, mira a todo el mundo, incrédulo, y dice:
“Pues yo no lo recuerdo. ¿En serio que el día de la comunión de mi hija estuvo a punto de caerse el pastel?”
Y estar aquí hoy es parte de ese acto que no he sabido ejercer a través de la escritura. Pero vuestras cartas, vuestro cariño, vuestra complicidad, no podían quedar sin respuesta. He intentado traeros un poco más de Sirena, aunque el resultado no termine de satisfacerme. De cualquier modo, Sirena está ya en todos nosotros y no creo que unas malas líneas logren deshauciarla de nuestros corazones.
Charla en el Colegio Heidelberg a su alumnado fieles seguidores de Sirena
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