sábado, 31 de julio de 2010

ESCRIBIR


Escribir, esa bendita manía de intentar plasmar aquello que nuestro pensamiento urde de forma inteligible para nuestros semejantes, es, a menudo, arduo. Escribir, aunque estemos fabulando, supone, o mejor dicho, debería suponer, enfrentarse íntimamente ante nosotros mismos, esparcir sobre la mesa de la conciencia nuestras creencias, nuestros sentimientos, nuestras intenciones y dejar que la malla de la coherencia, de la imaginación, de los sueños, ordenen aquello que creemos ser junto a lo que deseamos, lo que detestamos y abjuramos al lado de las mas tiernas intenciones. Escribir, al fin y al cabo, es plantarse ante el espejo de la propia vida y mirarla de frente. Es difícil imaginar otro método tan certero para el conocimiento propio y de lo que nos rodea al margen de la escritura. Cuando la doliente virginidad del papel intacto nos interroga, solo cabe una salida: Concretar, nombrar, exponer. Sentimientos, ideas, intenciones. Pensamientos, creencias, anhelos. Dudas, sueños, miedos. Aquello que somos capaces de nombrar deja de crecer en la sombra y pasa al plano de lo cognoscible. Los miedos se manifiestan menos inabordables, escritos en un papel. Los sueños, más asequibles. Los sentimientos, en su exacta y reveladora extensión. Escribir, bucear en el torbellino que nos sacude, nos acerca a nosotros mismos y, claro está, a los demás.

Pero a veces, escribir, cuando se pretende cruzar la frontera del hecho en sí mismo camino del acto literario, cuando nos asomamos a ese duro desierto llamado a ser transitado sólo por unos pocos, resulta doloroso. Y sacrificado. Ya no basta con interrogarnos a nosotros mismos y plasmarlo en un papel. Nos debemos a un ritmo, a una cadencia. Ya no basta con que el escrito refleje o nos revele rincones nuevos de nuestra alma, sino que lo ha de hacer también con quién, ajeno a nuestras cuitas, lo lea. Cuando intentamos, decía, transitar ese seco, áspero, duro desierto de la creación literaria, solo podemos pretender el oasis del resultado deseado, ignorantes de si habrá de llegar. La vida pasa a un segundo plano, embarcados en ese viaje. Los amigos, los días de sol o de lluvia, los ojos del ser que queremos, la familia, quedan tamizados por la cuadrícula del papel en el que nos empeñamos. La vida en sí se convierte en campo de recolección. Una conversación interesante es entonces ejemplo de lo que habremos de lograr plasmar negro contra blanco. Una puesta de sol ya no es un momento único e irrepetible, sino una sucesión de rojo fuego cayendo cada vez más anaranjado al abismo del océano escarlata que riela el reflejo de un cielo incandescente hacia nosotros. Pretender el hecho literario es convertirse de algún modo en el fotógrafo de la familia, ese tío o primo o cuñado absolutamente obsesionado en fotografiar cada momento trascendente de la vida familiar (bodas, bautizos, comuniones, cumpleaños) y que deja de vivirlos por capturarlos en formato 10 x 15. Cuando un buen día, en medio de una comida, alguien recuerda la anécdota del pastel a punto a caer que se salvó en última instancia gracias al bastón de la abuela que quedó todo pringado de nata y que terminó limpiando el perro con sus lametones, ese familiar, ese tío o primo o cuñado, mira a todo el mundo, incrédulo, y dice:

“Pues yo no lo recuerdo. ¿En serio que el día de la comunión de mi hija estuvo a punto de caerse el pastel?”

Un amigo, escritor de vocación y de profesión, escribió cierta vez:

“La primera consecuencia nefasta del amor es que no me deja tiempo para escribir”

Ahí es donde podremos reconocer al verdadero escritor, en la actitud. Permitidme que, con las mismas palabras, exteriorice mi visión al respecto. Yo, Lluís, el mismo que de vez en cuando se sienta y es capaz de perpetrar un poema o un cuento, esta persona que disfruta leyendo y que a veces siente la necesidad de plasmar sobre el papel lo que siente o aquello en lo que cree, este hombre capaz de imaginar un cuento si los duendes de la inspiración (que no del trabajo diario y constante) se lo permiten, diría:

“La primera consecuencia nefasta del acto de escribir es que no me deja tiempo para amar”

Y es cierto que escribo. Y es cierto que siento esa necesidad. Y también es cierto que cuando lo hago, intento cuidar la forma en que me expreso. Hasta podría ser cierto que algunas noches, en conversaciones de libros y de poemas, después del éxtasis del recitar y del oír, sueñe con ser algún día escritor. Pero es sólo eso, sueño. Porque para ser escritor, de los que escriben cada día un poquito y no pueden pasar sin ello, hay que dejar demasiadas cosas en segundo plano. Y al Lluís que tenéis delante vuestro en pleno striptease de intenciones le sigue interesando demasiado la vida como para escribirla en vez de vivirla.

Y todo este preámbulo no pretendía ser más que una pequeña aclaración, una declaración. Sirena se presentó un buen día sin avisar y sin llamarla, se instaló en mi teclado primero y después en mi corazón, y ahí sigue. Detrás de ella, muchos de los que estáis aquí hoy. Pero yo, como he intentado explicar en este largo previo, no soy escritor. No me encierro a tejer cada día un trocito de la lana de mis sentimientos. Creo que ni aunque tratara de hacerlo podría. Escribo cuando no me queda mas remedio. ¡Y demasiado a menudo no me queda más remedio que romper lo que escribo cuando no me queda más remedio que escribir! Quiero decir que me hubiese gustado poder dar a Sirena el trato que todos creemos se merece. Mejor dicho, me hubiese gustado daros y darme, a través de Sirena, el trato que creo nos merecemos.

Y estar aquí hoy es parte de ese acto que no he sabido ejercer a través de la escritura. Pero vuestras cartas, vuestro cariño, vuestra complicidad, no podían quedar sin respuesta. He intentado traeros un poco más de Sirena, aunque el resultado no termine de satisfacerme. De cualquier modo, Sirena está ya en todos nosotros y no creo que unas malas líneas logren deshauciarla de nuestros corazones.

©LLUIS VILLAR – 24-5-1999

Charla en el Colegio Heidelberg a su alumnado fieles seguidores de Sirena

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