viernes, 14 de octubre de 2011

UNA CASA SIN ESPEJOS


Ni se sabe cuánto tiempo, cuántos días estuvo acudiendo a aquella estación. Puntualmente cada mañana salía de casa con un único deseo: ver llegar a aquel tren. Y al final de cada jornada el resultado era siempre el mismo: el vacío horizonte bañado por el anaranjado del atardecer.

         Después de mucho tiempo acudiendo a su cita diaria, las circunstancias la vencieron y quedó enclaustrada en casa por otro largo período de tiempo. Ni siquiera ella podría decir exactamente cuánto duró esta situación. Las paredes ejercían la función de circunstancial celda de castigo, algo que estaba totalmente fuera de lugar para aquella dama.

         Aquella casa a primera vista no tenía nada especial. Era igual que las demás, salvo que tenía oculto dos detalles sólo perceptibles para personas moderadamente  avanzadas de intelecto.
        El primero de ellos era el más fácil de notar. Aunque en tono muy débil, y cuando se hacía el silencio en el interior de la casa, se podían escuchar risas, casi carcajadas. Éstas se hacían más perceptibles aún al acercar el oído a cualquiera de las fotografías donde aparecía retratada y que estaban repartidas entre las habitaciones. Esto no podía sino confirmar que había sido una persona muy alegre y jovial; divertida y con ganas de vivir. Aún destacaban estas cualidades en ella, pero de manera un tanto eclipsadas. Por ello daba por hecho que esto sólo eran voces del pasado.

         El segundo detalle llamativo era un poco más difícil de descubrir. Ella vivía en una casa sin espejos. A diferencia de la fotografía, que representa el pasado, el espejo refleja el presente. Cuando nos miramos a un espejo, éste nos devuelve lo que somos en ese momento.   Pero vivía anclada en el ayer, y no se sentía con fuerzas para mirarse, quizá por temor a no gustarse, a no aceptarse. Esa actitud tomada traía como consecuencia la imposibilidad de que pudiera redescubrise a sí misma. Sabía que en el ayer había sido una chica jovial y graciosa, llena de vitalidad. Pero era incapaz de apreciar que ahora era una señora magnífica, muy bella y encantadora; una dama adorable, capaz de entregar mucho afecto y estima. Porque así era, tremendamente generosa, capaz de entregarse a fondo sin esperar recibir nada a cambio; capaz de implicarse ilimitadamente, sin esperar contrapartida alguna. Es, en cierto modo, la actitud que adopta la mar, cuando las espumas que provocan sus olas juegan con la arena de la playa, intentando seducirla y amarla.
© Marco

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