Se llamaba Olga y tenía una sombra siempre triste en su mirada.
Ansiaba la mar en la que hundir la umbría de sus ojos.
Se perdía en la percepción de la raya de la Albacora, nadie la comprendía cuando decía esto, pero era palmera y allá, en su infancia, se le llamaba así al horizonte.
Visualizándolo conseguía trasponer la noche de su apariencia.
Hundía sus pequeños pies en la espuma y así se sentía purificada por ese océano que era su eterna compañía.
Sus diminutos pechos apenas sobresalían de su ropa y al pasar escuchaba
- Ahí va Olga, pobrecita niña
Siempre eran los viejillos y las viejillas que se sentaban en su sillita a las puertas de sus casas.
Pero hacía oídos sordos a esos comentarios que no la atañían, le daba lo mismo lo que pensaran los demás de ella.
Ella iba hacia a la playa, deseosa de llegar a ella, para cumplir su ritual de cada día. Se paseaba en sus olas de espuma y permanecía todo el día allí.
Contemplaba la puesta de sol y le rogaba que apartara el eclipse de su vista. Juntaba los dedos índice y pulgar, a través de su triángulo le pedía, un día y otro, que cumpliera sus deseos: anhelaba tener amistades y que no se apartaran de ella con temor a que las observara con esa apreciación apesadumbrada de sus retinas.
Olga, Olga, Olga… hermoso nombre para una joven que consideraban pesarosa y no lo era, ella disfrutaba con muchas cosas, la música, los alimentos que se preparaba con esmero, los hilos de palabras que leía, los que trataba de componer, la poesía con la que se complacía…
Se llamaba Olga y tenía siempre una sombra triste en su mirada.
© Ana I. Hernández Guimerá
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