Seguro que si un conferenciante se pusiera a disertar sobre el tema, empezaría diciendo que la amistad es algo tan remoto que se pierde en la noche de los tiempos, como la vergüenza, por ejemplo, pero al revés, ya que se trata de uno de los tópicos más socorridos. Sí, la amistad debe ser algo muy remoto, tanto o más que la enemistad, pues si en el principio había muy pocos hombres, lo más natural es que fuesen amigos por razones de convivencia.
La amistad, como todo sentimiento humano, ha debido sufrir altibajos a lo largo de su dilatada existencia. Es muy posible que la palabra amistad no tuviera el mismo significado en la época del hombre de Cromagnon que durante el reinado de Felipe II o que en la actual era atómica, valga la comparación. De todos modos, a mi juicio, un amigo es uno de esos raros tesoros con el que, por desgracia, no todos los hombres cuentan. Siempre que se trate de un amigo, porque estamos hartos de oír la expresión de que hay “amigos y amigos”.
El tema de la amistad se presta, por lo elástico, a toda suerte de apreciaciones.
Según la idiosincrasia de cada cual, la amistad cobra un matiz distinto a la hora de
ponerla de manifiesto, de hacer honor a ella. Los hay que hacen todo lo posible por no molestar a un amigo, que tratan de resolver los problemas por todos los medios a su alcance y que sólo en última instancia recurren a él. Ignoro hasta qué punto obran bien conduciéndose de este modo, pues dan lugar a que se piense que no molestan porque tampoco quieren ser molestados.
Yo, particularmente, opino todo lo contrario. Sin caer en el abuso, creo que los amigos están para las ocasiones. Para las duras y para las maduras, vaya. Si ese amigo nuestro, que goza de nuestra confianza, acude a nosotros en un caso de apuro o se beneficia de nuestro bienestar, si lo tenemos, igualmente debemos recurrir a él para lo bueno que para lo malo. Recordemos el viejo refrán de que “vale más un amigo, que pariente mi primo”. Y bien verdad es que, a veces, nos ayuda de mejor grado el amigo que el pariente.
Luego hay quien defiende con uñas y dientes – hoy ya no se dice a capa y espada – el argumento de que no puede existir el mismo grado de amistad entre un hombre y una mujer que entre dos hombres. No es mi intención suscitar polémicas, por lo que en vez de dar un rotundo no a esa postura, me conformaré con un “permítame que lo dude”. Cierto que la amistad, como tal, no conoce límites ni fronteras, pero tampoco hay que olvidar que la diferencia entre el hombre y la mujer, como tales igualmente, tampoco puede ser más notoria y estar claramente definida. Por lo tanto, digamos que la tan cacareada amistad entre el bigote y el “rouge à levres” – son los términos más adecuados que se me ocurren de momento para establecer diferencia en esta era de melenas en los unos y pantalones en las otras –sólo puede existir hasta cierto punto.
Un auténtico caso de amistad, que llegó a emocionarme profundamente por la gran humanidad que encierra, lo leí tiempo ha en una novela cuyo autor no necesita propaganda alguna: José Mallorquí. La novela se titulaba “Kayo Martin” y narraba la vida de un boxeador que, al principio, ganaba todos sus combates por K.O. De ahí precisamente su apodo de Kayo, por la corrupción del término en inglés. Su manager era escandinavo y conocido como “Sueco” Olsen. En cierta ocasión, le había dicho: “Muchacho, como yo soy mucho mayor que tú y me moriré antes, seguramente de una borrachera, cuando triunfes en el boxeo y ganes mucho dinero, me haces un pequeño mausoleo”.
Tras la repentina muerte de “Sueco” Olsen, efectivamente de una borrachera, Kayo Martin se sintió tan angustiado, tan desorientado, que dejó de entrenarse y se dio también a la bebida. Justo por aquel entonces recaló en España el campeón del mundo de los pesos medios, un norteamericano cuyo nombre no recuerdo, pero que tampoco viene a cuento, y se buscaba un boxeador capaz de hacerle frente, aunque sólo fueran unos asaltos. Unicamente Kayo Martin podía hacerlo, aun estando en baja forma, pero los promotores le impusieron la condición de que sólo cobraría mil pesetas por cada asalto que aguantara antes de que sobreviniera el inevitable fuera de combate.
Kayo Martin cometió la heroicidad de aguantar siete asaltos. Necesitaba siete mil pesetas – siete mil pesetas de los años de la posguerra - para el modesto mausoleo que prometió a su manager. Naturalmente, cuando el campeón mundial tuvo noticia de ello, pagó de su bolsillo los gastos de un mausoleo infinitamente mejor que el que, incluso en aquellos tiempos, hubiera podido costearse por siete mil pesetas.
Y cuando fue a visitarlo y le preguntó por qué había resistido tanto, cuando en el tercer y cuarto asalto ya estaba completamente “groggy”, cuando le preguntó el porqué de aquel interés en erigirle un pequeño mausoleo al manager muerto, cuando quiso saber si ese manager era su padre, o su hermano, Kayo Martin respondió simplemente:
- Era mi amigo.
© ÁNGEL CAZORLA OLMO
:] QUE BUEN MENSAJE Y TE PIDO PRESTADA LA FOTO JEJE! PARA QUE LA VEAN MUCHOS MÁS :p
ResponderEliminarToda tuya. Ángel escribe como los ángeles. ;-))
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