Don Sepronio vivía en el mismo pueblo desde tiempo inmemorial. Todo el mundo le conocía y casi todos de una forma u otra habían pasado por sus manos. Era un hombre afable a su manera, estaba acostumbrado a mandar y a que nadie dudase de su palabra ni se cuestionase ninguna de sus afirmaciones. Jugaba al dominó en el bar del casino, aunque ganara o perdiese él nunca pagaba ninguna ronda, siempre conseguía que alguien le invitase.
También adoctrinaba a los niños de la escuela. La mayor parte de los chicos del pueblo, generación tras generación había oído las mismas historias, los mismos consejos e idénticas amenazas de la boca de don Sepronio. Tal vez por eso todos estaban acostumbrados a la forma de ser de este personaje, soltaba sus verdades sin derecho a réplica, él siempre tenía la última palabra. Y no digamos nada en su “trabajo”; allí era el único que hablaba, todos los demás se limitaban a escuchar, sin preguntas, callados frente a él.
Don Sepronio se había acostumbrado a su papel, a ser el que cerrase la conversación imponiendo su punto de vista de un modo tajante aunque sin perder nunca la compostura, como él decía “mano de hierro con guante de seda”. Finalmente había convertido esto en una costumbre. Un privilegio muy dudoso éste de pronunciar las últimas palabras, porque ser el último conlleva acallar cualquier réplica y tal actitud no suele estar acompañado por un acto de inteligencia sino de soberbia. No importaba lo necia que pudiera ser su opinión, su posición le permitía que nadie le contestase.
No pensemos que don Sepronio era un ejemplar único en su especie. Este vicio está muy extendido entre políticos mercachifles, periodistas de tres al cuarto, escritores que se creen en posesión de la razón por escribir una columna en un periódico popular o por cosechar éxitos de venta, profesores que tienen el “público” garantizado y como no sometido, y por supuesto entre los curas. Todos estos personajes utilizan su poder, su audiencia para exponer, imponer sus ideas a la vez que tratan de humillar a quienes no comulgan con ellas. Ah, se me había olvidado decirles que don Sepronio era el cura del pueblo, imagino que ya lo habrían adivinado.
Pasó que los tiempos fueron cambiando. Los jugadores de dominó cada vez eran más viejos, los niños más indomables, la iglesia se iba quedando más vacía e incluso los que iban le oían sin escuchar. A las pobres beatas de toda la vida, las únicas que le hubieran prestado atención la edad las iba volviendo sordas y la gente del pueblo ya no se paraba a charlar con el párroco, o si lo hacían era en medio de compromisos ineludibles que les hacían salir corriendo casi dejándole con la palabra en la boca. Don Sepronio se dio cuenta de que hablaba solo, ni siquiera su monaguillo le prestaba la más mínima atención.
Se tomó la situación como había hecho siempre, de un modo tajante y sin perder la compostura. Aquel domingo la campana llamó a misa de un modo extraño y a deshora. Un solo toque, seco. Los vecinos más cercanos se acercaron a la parroquia con curiosidad. Don Sepronio, arreglado para celebrar la eucaristía colgaba cual badajo en el campanario. Estaría bonito, ni Dios iba a conseguir que él no dijese la última palabra.
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